La verdad, así como la realidad, parecieran ser conceptos sumamente plásticos. Nos resulta incómodo pensar en ello, claro, nadie se siente naturalmente cómodo en un universo sin referencias fijas sobre las que apoyar nuestra perspectiva.
De no ser por las estrellas, o los instrumentos de navegación, un punto en medio del océano podría ser cualquier punto en medio del océano, y esa es una sensación que por lo general nos desampara.
Pero desconocer la naturaleza evasiva de eso que llamamos verdad y realidad -hablando de océanos- nos pone ante dificultades similares a las de intentar detener un tsunami con los brazos. Después de todo, no somos más que un puñado de datos recolectados a través de nuestros sentidos y procesados por la actividad eléctrica de nuestros cerebros; por lo que tal vez nos convendría comenzar por desconfiar de nuestra propias percepciones, y de aquellos estímulos que las activan.
Siglos de discusiones filosóficas yacen en las más antiguas bibliotecas sin saldar aún la duda respecto de la realidad como objeto que pueda prescindir de alguna conciencia que lo experimente. Y tenemos, por si no fuese suficiente, demasiada evidencia respecto de lo falibles que son nuestras impresiones, de lo imperfectos que somos nosotros, los experimentadores, como testigos fiables.
Tal vez la duda sea nuestra única certeza. Tal vez nos sea conveniente abrazarla. Tal vez en lugar de resistirla con el ceño fruncido, nos beneficie apartarnos cada tanto de la ilusión de control que solemos contarnos a nosotros mismos. ¿Qué es lo peor que podría pasar? Si un escrutinio más profundo modificara alguna de nuestras certezas nos veríamos beneficiados. Si un escrutinio más fino reforzara alguna de las mismas, también.
Personalmente me gusta considerar el error como la semilla que anida el germen del acierto. Pero puestos al juego de considerarlos enemigos tal vez fuesen convenientes dos recordatorios:
- Todos tenemos una inclinación natural a la sospechosa idea de que nuestras certezas y apreciaciones incurren en menos errores que las de los demás. Combatir este sesgo no es sencillo, porque el campo de batalla es uno mismo y nunca habrá tregua posible.
- Los errores son inteligentes, saben que no hay mejor lugar para invadirnos que marchando pacientemente por el florido bulevar de nuestras certezas. Conocen perfectamente nuestro punto ciego, donde nuestras defensas se dan baños de ese sol tibio que es la seguridad.
Vivir sin miedo
Hemos llegado hasta acá por haber sido una especie capaz de cuestionarse, de desafiar nuestras evidencias, nuestras certidumbres y seguridades. Por haber sido capaces de dejar a un lado aparentes y pesadas verdades o convencimientos, de haber trocado nuestros egos heridos por un conocimiento más amplio, fino y sofisticado. Por haber comprendido que no fue la certeza lo que nos sacó siempre adelante sino la duda. Nunca fueron las respuestas sino las preguntas las que dieron combustible al engranaje de nuestra evolución. No hay signo más inteligente que cuestionarse, ni signo más reaccionario que no permitírselo.
Asistimos al consejo social de amarse a uno mismo para amar a los demás, pero no parecen sobrar las advertencias sobre el peligro disfuncional de enamorarse ciegamente de uno mismo. Someter a juicio nuestras propias certezas sea tal vez el acto de amor más generoso con nosotros mismos que podamos ofrecernos.
El miedo no es la forma. La historia, nuestra propia experiencia nos lo enseña de sobra. El miedo solo mueve hacia atrás. Y el miedo combatido con miedo solo incuba más miedo. Vivir sin miedo exige una clase superior de valentía, la de cuestionarnos, de desafiar la trampa de lo que sugiere lo aparente con preguntas y más preguntas. De no haberlo hecho así aún no habríamos enviado a orbitar ni uno sólo de los satélites, que hoy dispersan verdades y mentiras alrededor del mundo, por el aparente y lógico miedo a que volviese, cayendo sobre nuestras cabezas.
No quisiera llevar el razonamiento a una idea caricaturesca, pero es sencillo el ejercicio de observar la relación directa entre la potencialidad del error y la seguridad de la certeza. Y como la vida y su inescrutable sentido no carecen de humor, también podemos observar que el mejor regalo que podemos hacernos, o hacerle a alguien, para intentar un paso evolutivo no es un conjunto de respuestas, sino uno de preguntas.
Tecnópolis
Una lectura rápida podría indicar que actualmente disponemos de una sofisticada tecnología de medios a los efectos de comunicarnos. Pero tal vez no nos sobre la pregunta de si ¿acaso será más justo considerar que esa sofisticada tecnología de medios ya nos dispone a nosotros?
Nuestra realidad interconectada, con el agregado de sus famosas “burbujas de información”, plantea el desafío de la inmediatez vs. el rigor. Y eso, además de la propia naturaleza de estos nuevos medios de comunicación masiva, ha ido moldeando la labor de mujeres y hombres en la tarea de mediar la información.
Aunque aún hoy sigue siendo relevante la mediación humana (hay quienes argumentan que tal vez más que nunca en la historia de los medios de comunicación), la confianza en aquellos criterios que sentimos afines, y la curaduría y selección de quienes destacan unas y otras informaciones de entre ese insondable universo de datos, quizás cabe la pregunta: ¿en quiénes elegimos depositar esa tarea? ¿En quienes nos invitan a preguntarnos cosas, o en quienes nos invitan a sumarnos a sus respuestas? ¿En quienes nos alientan a desafiar nuestros propios prejuicios o en quienes intentan sustituirlos por otros? ¿En quienes refuerzan mansamente nuestras previas percepciones, o en quienes nos animan a cuestionarlas? ¿En quien nos regala un mapa del camino en la noche oscura, o en quien nos ofrece una linterna?
Todos tenemos al alcance de un click la antena y el micrófono. Los actuales medios de comunicación no solo han dado visibilidad a un volumen infinitamente mayor de información, también han gestado un salto exponencial en nuestros egos. Ha crecido el ágora, pero también el número de agoreros. Ser escuchado es un veneno dulce y apacible. Saberlo no equivale a respetarlo, e intuir que uno no está amenazado por ello es ya haber perdido la batalla.
Hay quienes sostienen que el rol del periodismo va a mantener su vigencia como una suerte de agente de contralor que separe “la paja del trigo” en el caos de informaciones. Y quizás sí sea cierto que siempre habrán entidades con mayor o menor crédito en la tarea. Pero tal vez, aún así, esta sea una mirada contaminada de esperanza, porque quien va a decidir eso no es el conjunto de periodistas sino el conjunto de lectores y usuarios en su comportamiento colectivo. Y por el momento, la necesidad de separar trigos de pajas no parece ser un reclamo que nazca tanto de ellos como de colectivos de periodistas y comunicadores, que en ocasiones suelen arrojarse para sí la noción más acabada de lo que quiere y necesita el público.
En los últimos tiempos, en casi todos los rincones del mundo, han proliferado los esfuerzos colectivos de chequeo de informaciones como un modo más de combatir el incesante fogueo de fake news. Pero quizás no nos convenga perder de vista que, aunque valioso, no deja de atacar apenas el síntoma de una enfermedad mucho más profunda y compleja, y es que la inmensa mayoría de los seres humanos conectados a redes digitales solo parecemos tener problemas con las fake news, e informaciones premeditadamente manipuladas, que vayan en contra de nuestras certezas. Pero con aquellas que de algún modo las apoyen o confirmen solemos ser bastante más indulgentes, cuando no promotores.
Pareciéramos adictos a la necesidad de ordenar el mundo, yonquis de la lucha por la imposición de un orden que, invariable y sospechosamente, nos tiene siempre en el bando correcto de los acontecimientos. Con lo divertido que es partir de la premisa de saberse perdido y equivocado… a la par de cualquier otro ser humano que a lo largo de la historia haya pisado alguna vez este extraño lugar que habitamos.
Esa luz cegadora
Una vez tomé contacto con la historia de una niña que, concentrada en su dibujo, había representado el Sol como un círculo de color blanco. Su maestra le señaló que el Sol no era blanco sino amarillo. Y persuadió a la niña de que así lo pintara. Aquella mujer me dio una pena enorme, no solo porque coartó la libre expresión de aquella niña imaginativa, sino porque la niña además tenía razón. Los gases que conforman el Sol tienen una temperatura tan elevada que emiten una luz blanca, por más que aquella maestra y todos quienes lo miramos a diario caigamos en su engaño de apariencia amarilla. Pero eligió confiar en sus sentidos, en no ir más allá con la pregunta, en no regalarse salir del miedo que nos encadena a las certezas.
“Desaparecieron los hechos” dijo con agudeza alguna vez el periodista argentino Jorge Lanata, y “todo es susceptible de ser opinado”. Tal vez “los hechos” nunca estuvieron. Tal vez el problema más urgente no resida en que todo sea susceptible de ser opinado, sino en nuestro miedo e insistencia en dejar de hacerlos susceptibles a cuestionamientos.
A pesar de contar para ello con más herramientas que nunca en la historia no parecen estos los tiempos mejor dispuestos para el dialogo. Tampoco para apostar por las preguntas al precio que cotizan hoy las respuestas. Pareciéramos mucho más interesados en hacernos oír que en escuchar cualquier gesto de otredad. Y en semejante escenario, las más de las veces, el diálogo es sustituido por una imposición del ruido de otro. Y a veces nuestro ruido sí se impone al de otro. Pero ganar así tal vez se parezca demasiado a perder.
Si somos vulnerables a la pregunta que amenaza nuestra certeza ¿qué podríamos perder?
Convencer es un acto de colonización. Aportar pacientemente herramientas y preguntas con las que una persona pueda sortear un obstáculo por sí misma es un acto de amor y de libertad. Y en el camino, por añadidura, esas herramientas también van enseñando a quien las aporta.
Pero eso exige coraje, una clase de valentía para la que no siempre estamos bien dispuestos. Porque antes de ganar se va a tener que perder.
Nietzsche no fue el único campo de batalla que albergó un ser humano, somos cerca de siete mil millones en encarnizada lucha. Aligerar la humana contienda de otro es también aligerar la nuestra.
Y vivir sin miedo solo es posible cuando se abraza el miedo del otro, cuando se intercambian más preguntas que respuestas, cuando es más nosotros y menos yo contra ellos.
Salvador Banchero
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