Confesiones de un doble agente
Estamos en estado de guerra, lo sepamos o no. Todos y cada uno de nosotros. A diario. Demasiadas veces al día.
Para la industria de generación de contenidos y su alianza con la industria publicitaria somos (siempre hemos sido) un objetivo. De hecho en la jerga de ese universo somos definidos y etiquetados como “target”, que no es otra cosa que un anglicismo para ese mismo concepto. Es el mismo término que se utiliza en cualquier ataque o enfrentamiento bélico hacia una meta que representa una resistencia hostil.
Me pregunto si las palabras, incluso con la movilidad de sus cargas semánticas, no terminan siempre filtrando informaciones (verdades) que no nos atreveríamos a sostener explícitamente. La actual discusión sobre el lenguaje inclusivo, y el hecho de que nos encontramos reflexionando sobre ello, tal vez podría ser prueba suficiente de esto.
Para las industrias de contenidos y publicidad somos un objetivo, con una serie de recursos preciados. Somos, cada uno de nosotros, los protagonistas de un comportamiento que deja datos tan fríos como valiosos. Somos, cada uno de nosotros, consumidores que, potencialmente, podemos ser persuadidos de volcar nuestros recursos económicos a un producto o servicio.
Y somos, cada uno de nosotros, pequeñas unidades que eventualmente podemos replicar, como una geometría fractal, esta misma lógica, desarrollándola hacia abajo pero sobre todo reforzándola hacia arriba.
Todos estos son insumos y recursos por los que que estas industrias luchan a diario contra cada uno de nosotros en su afán de obtenerlos. Pero ninguno es tan valioso como nuestra atención. Tal vez el valor más imperceptible y despreciado para nosotros, pero el más anhelado y valorado para ellos, los generadores de contenidos y publicidad. Hoy hay otro anglicismo de moda para esto: engagement. Define la intensidad y compromiso del vínculo entre quienes proponen contenidos de cualquier índole y sus públicos o usuarios. Es decir, cuán estrecho es el vínculo generado entre las partes.
Los seres humanos ya tenemos por defecto una lucha interna entre nuestra capacidad de atención y nuestra facilidad para dispersarla entre los estímulos que recaban nuestros sentidos. Pero tal vez nunca antes en la historia los seres humanos hayamos estado expuestos a tal cantidad de estímulos para ellos, muy especialmente los que captamos con nuestros ojos y nuestros oídos.
Aún en el supuesto de que consigamos blindarnos conscientemente de esta sobreexposición -esto implica tener siempre alerta una primera linea de defensa sin descanso ni pausa posible- el fuego no da tregua, ni siquiera caminando por una calle cualquiera. Mucho menos si además nos acercamos nosotros mismos a la linea de artillería enemiga encendiendo nuestra computadora, teléfono, televisor, radio, etc. Al respecto de los contenidos de audio (que me tocan de cerca, ya sea en forma de radio tradicional, podcast o con los servicios de streaming de música) quizás valga la pena señalar una particularidad que la distingue ligeramente del resto: no es celosa de tu atención. No requiere exclusividad. Puede convivir con el hecho de que atiendas otra cosa.
Pero la sobreexposición a estos estímulos tal vez explique en gran parte cómo se ha ido reduciendo nuestra capacidad de atención, especialmente dentro del ámbito de consumo de contenidos audiovisuales. Hay números y estadísticas largas y aburridas que básicamente muestran cómo en poco tiempo hemos bajado el promedio de minutos de tolerancia a este consumo. Si hace 10 años el lector promedio de un periódico digital entregaba unos pocos segundos de lectura por noticia, hoy esos pocos segundos se han reducido a un número aún menor. Si hace 10 años el promedio de atención a un contenido audiovisual era de pocos minutos, hoy ese promedio de minutos también se ha reducido.
Es posible que en estas razones también se apoye el crecimiento reciente de plataformas que entregan contenidos en modalidad “snack”. Twitter e Instagram en particular son ejemplos que parecen ajustarse más a esta nueva realidad de comportamiento del público/usuario y a la vez, por su enorme éxito y popularidad, también alimentan y extienden estas características de comportamiento a otras plataformas, haciendo que todo lo demás (tal vez hasta la vida misma, esa que tenemos ahí fuera de la vida online) resulte excesivo en su demanda de atención. No tenemos una tolerancia ajustada a una carta o email largo, nos genera rechazo tener un audio que supere lo que estamos dispuestos a escuchar en WhatsApp y últimamente empezamos a reconocer que tener una conversación telefónica nos resulta inadmisible, una ansiedad desagradable nos empieza a ganar por dentro cuando vemos que alguien tiene el atrevimiento de pretender robarnos tiempo y atención con una llamada entrante.
Ya he reconocido antes que incluso la extensión de esta misma newsletter pareciera una excesiva pretensión de tiempo y atención. Lo mismo para largos contenidos de diversa naturaleza. Sin embargo, y aunque no sea la norma general, hay un público para ellos. Tal vez configure sólo un segmento dentro del objetivo general, pero esto no implica que deba ser olvidado o desatendido porque su “engagement” es sumamente valioso y valorado. Las minorías dentro del hábito de consumo de medios también son un objetivo atractivo, la industria no desperdicia nada y aprovecha absolutamente todo.
Bien, yo he sido un doble agente toda mi vida. Porque incluso los que somos artilleros en la búsqueda de tu atención también somos objetivo de “fuego amigo”, acá no se salva nadie.
Esta condición (creo que he sido un combatiente bastante respetuoso de todo Derecho Internacional Humanitario, pero no me corresponde a mí juzgarlo) me anima a hacerme algunas preguntas que, con suerte, puedan colaborar en revisar nuestros comportamientos.
En un contexto donde, desde todas las direcciones posibles, además de atención se le demanda persistentemente al público una conducta activa en favor de este vínculo (“partícipá”, “compartí”, “subí tu historia con…”, ad nauseam) la estrategia del convencimiento por insistencia no parece la mejor de las decisiones. Tal vez sea un buen momento para que medios e industria publicitaria se pregunten a sí mismos si en sus relaciones, y vínculos personales, optan por aquellos que los buscan insistentemente hasta el hartazgo. O si lo hacen por aquellos que permiten un saludable espacio para el encuentro en que ambas partes se acercan hacia él.
Si, posiblemente una sobrepresencia e insistencia termine por lograr la atención y hasta los recursos de una parte del público, porque también un balde bajo una gotera termina llenándose y derramando. Pero las personas funcionamos con ciertos patrones básicos en nuestras emociones. Y si lo que se pretende lograr es que un público se sienta atraído hacia un contenido o estimulo publicitario tal vez un espacio menos forzado resulte en un vínculo más estrecho, sólido, genuino y, sobre todo, más consensuado.
Quiero decir, a ninguna persona que pretenda la atención de otra se le ocurriría perseguirla hasta el cansancio sin esperar el resultado opuesto ¿no? ¿En qué mundo podría Penélope, la gatita víctima del acoso de Pepe Le Pew, el zorrillo de los Looney Tunes, sentir una atracción hacia semejante conducta?
Claro, es indispensable un piso básico de iniciativa. No desconozco el hecho de que nadie va a saber de un nuevo contenido, producto o servicio si no se lo da a conocer. Esta misma newsletter necesita de tu atención, tu suscripción a través de tu casilla de correo electrónico, y para eso es necesario que contemos en diversos lugares que está disponible para cualquiera que lo desee. Pero ¿es estrictamente necesario para eso gritar más fuerte, o estar más presente, que el resto de competidores de un contenido, producto o servicio? ¿O será que tal vez se trate de hacerlo mejor? ¿Será que tal vez otorgar cierto espacio y distancia del ruido ensordecedor los diferenciaría efectivamente? ¿Quizás hasta ligeramente más atractivos o al menos comprometidos con el orden natural de cualquier vínculo?
Cuando yo era niño (un par de milenios atrás) era frecuente bailar en pareja alguna balada, las llamadas “lentas”. A veces algunos conseguíamos pareja y otras veces no. Pero en caso de lograrlo ese éxito siempre ocurría del mismo modo: una persona daba un paso adelante y la otra, si se veía atraída ante la idea de compartir una canción, daba otro paso en dirección de la primera. Por regla general aquellas personas que tomaban forzadamente del brazo a otra, insistían una y otra vez sobre una negativa, o no paraban de llamar la atención, terminaban igual: no bailaban nunca con nadie, ni siquiera cuando finalmente creían estar haciéndolo.
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