El Señor de los Círculos Concéntricos, Episodio I
Hola. ¿Estamos para una trilogía? Una trilogía breve, digerible. Una trilogía modesta, tan tímida que pide permiso. Una cuyos capítulos puedas leer dedicándole cinco o siete minutos a cada uno. De hecho, siempre tuve la sensación de que muchas trilogías sólo esconden la necesidad de dividir y aligerar en tres lo que en uno pesa demasiado. Pero no es el caso de lo que vengo a proponer.
Creo -y digo creo en mi entendido personal de que todo conocimiento es provisorio, o al menos debería serlo- que hay tres conversaciones ligeramente distintas que hacen a un tema común y que me resulta tremendamente interesante: cómo escribimos, cómo leemos y, sobre ello, cómo se va estructurando nuestro universo cognitivo. Una cosa que son tres, y tres cosas que son una. Como el famoso trébol de San Patricio y su explicación de las santas trinidades. Como tres círculos concéntricos que ostentaran la propiedad de poder tocarse e influirse entre sí.
Pero empecemos por la primera parte de esta apocada tríada de conceptos, y dejemos las dos restantes para nuevas entregas de esta newsletter. ¿Cómo escribimos?
Comencemos -tal vez sea buena cosa- por revisar esa idea, esa escuela de pensamiento, que establece una relación entre el lenguaje y el modo en que las personas entendemos, conceptualizamos y categorizamos eso que llamamos realidad, es decir, el mundo. Por ahí está la famosa hipótesis de Sapir-Whorf.
Spoiler Alert o salto cuántico a Episodio III de esta trilogía:
Esta idea, si es que es atendible como tal, supone este vínculo como algo presente desde que los seres humanos desarrollamos lenguajes. Es decir, está ahí, presente, desde que empezamos a desarrollar la lengua y aún sigue moldeando nuestros esquemas de pensamiento, y quizás hoy especialmente.
Ahora sí.
Hace mucho tiempo ya que los seres humanos escribimos. El suficiente como para que hoy podamos atestiguar los cambios que ha implicado el desarrollo de la herramienta en sí como los medios en los cuales apoyamos la misma.
Entre las primeras escrituras en Sumeria o el antiguo Egipto y las actuales, entre el grabado en piedra y el papiro vegetal, entre el pergamino de origen animal o el papel y el texto digital, entre las escrituras ideográficas y la escritura silábica, entre todos esos movimientos se movió también nuestra forma de pensar, de ir concibiendo lo que nos rodea. Pero hay un rasgo particular de estos cambios que se ha intensificado radicalmente en nuestro tiempo: la edición, la sobre-escritura en tiempo real.
El peso de lo escrito ya no mide igual en la balanza. Aquello de “poner en negro sobre blanco”, asociado a expresar algo con claridad pero también con un grado de compromiso en lo dicho, es un escenario cada vez más infrecuente.
Bajo la idea de que escribimos como pensamos, y que pensamos como escribimos, escribir mientras vamos editando en tiempo real dice bastante de nosotros. Claro, en el pasado siempre podía alguien tirar una piedra al vacío y tallar la siguiente si el trabajo no conformaba. Y aunque sacar una hoja de la máquina de escribir, y volver a empezar, fuese una gratificante posibilidad también implicaba una tarea ardua, razón por la cual convenía no equivocarse demasiado y estar muy seguro de lo que se quería expresar.
Durante mucho tiempo el rol de los “borradores” oficiaba como escenario de libertad, tanto creativa como en la previa aceptación del error. Hoy esos escenarios de libertad, o borradores, ocurren en la misma plataforma final. Pareciera una circunstancia menor, pero tal vez no lo sea tanto.
Este mismo texto que yo estoy escribiendo se ha ido editando y modificando en tiempo real mientras lo escribo. Si, por supuesto que luego reposará unas horas hasta que vuelva al taller de revisiones. Pero incluso ahí sufrirá otra vez los vaivenes de mis correcciones en tiempo real hasta su publicación, e incluso, eventualmente, luego de la misma.
Al igual que muchas personas -posiblemente vos seas una de ellas- también yo me frustro bastante cuando no me es dada la posibilidad de la edición. Cuando un procesador, una plataforma, o una red social, no me abren la potencialidad de lo vivo, de lo único cierto, que es el cambio en nosotros.
Siempre admiré a esas personas capaces de escribir a mano página tras página sin correcciones visibles a la vista. Esa envidiable capacidad en el acierto. Si este mismo texto lo hubiese escrito a mano en una hoja de papel tendría ante mi la evidencia de mis vaivenes, el espejo de todas mis inseguridades, mis dudas sinuosas. Y no estoy seguro de que quiera ver eso de mí. Creo que me agrada más esta versión condescendiente y pulcra donde todo eso se maquilla con un comando de Ctrl+Z
Pero también me pregunto si no estaré ya un poco incapacitado para dialogar con la paciencia y la frustración. Si seré el único que, en vez de agradecer la posibilidad de edición en el texto, ya empieza a poner el ojo en una molestia incómoda y evidente de eso que llamamos realidad: no tiene botón de “deshacer”.
Así como un niño expuesto a una pantalla táctil luego se frustra pasando sus dedos sobre las primitivas y elementales páginas de una revista impresa, la vida sin comando de “deshacer” empieza a quedarse atrás de las posibilidades de lo escrito, donde sí tenemos el potencial de ser la mejor versión posible de nosotros mismos, o al menos de nuestros pensamientos ordenados.
¿También uds. han tenido el impulso de exasperación ante ese indicador de la pantalla de WhatsApp que nos dice que la otra persona escribe, se detiene, vuelve, borra, envía, lo elimina y comienza nuevamente? ¿Estará detrás de las redes sociales que no permiten editar contenidos publicados la intención de que nos hagamos cargo? ¿De volver a darle valor a los filtros mentales que median la idea y el resultado?
Curiosamente, esta potencialidad de la autoedición en tiempo real, o diferido, convive con el crecimiento exponencial actual de la capacidad de registro y memoria. Nunca antes en la historia tuvimos tanto archivo, tanto material escrito. Y nunca antes tampoco tanta posibilidad de editarlo. Pareciera haber ahí un punto de tensión latente. Un curioso contrapunto entre la “resistencia de archivo” y la reescritura de nuestra visión de los acontecimientos.
Nuestras actuales casillas de correo electrónico almacenan miles y miles de viejos envíos, como si en el pasado hubiésemos podido conservar una copia de las cartas que enviábamos a través del correo postal. Una especie de último bastión del registro de nuestra propia escritura y, por consiguiente, de nuestras cambiantes perspectivas para concebir la realidad. Y si bien el vergonzoso ejercicio de leer aquello que uno escribía años atrás puede ser maquillado por la eliminación de esos correos, lo que se elimina en verdad es la huella, el eco de los mismos, y no el modo en que estos ya interactuaron con el mundo concreto. Lo mismo le ocurre a una idea expresada en alguna plataforma en forma de post; podemos eliminar o reescribir el pasado, pero limitará su incidencia al mundo concreto con que se vincule a partir de ahí, como una capa de pintura nueva sobre una anterior.
Los medios de comunicación escrita, al igual que nosotros mismos, cuentan también con su propio archivo histórico cuyas lineas e intereses editoriales van cambiando en el tiempo. Y tienen también sus mecanismos para ir pasando de a un día por vez en la historia. Esto fue, y es, relativamente controlable bajo el modelo de publicaciones impresas. Pero en una realidad donde estos medios ya se encuentran prácticamente mudados, y domiciliados con permanencia en el universo online, el desafío empieza a adquirir otras complejidades. En algunos casos se omite o se borra el pasado, en otros se reescribe o se exhibe con orgullo, y en muy contadas ocasiones algunos medios utilizan para sí el valor de ir modificando sus propios puntos de vista. Estos últimos resultan especialmente interesantes porque se ven a sí mismos como parte de la historia que les ha tocado testificar, y en ese sentido, lejos de querer maquillar defectos pasados, deciden evidenciarlos como testimonio de su propia evolución.
El mundo de lo escrito, que posibilitó en el pasado transmitir más y mejor la información de una generación hacia las siguientes, nos ofrece también la posibilidad de hacer el recorrido inverso, es decir, mirar al pasado. Comprender aquello que nos precedió. Y resulta inevitable el ejercicio de imaginar qué conclusiones sacaran de nosotros en el futuro aquellas generaciones que decidan investigar el acervo de nuestro actual lenguaje escrito.
Posiblemente arriben a la conclusión de que fue un tiempo de una acelerada curva de cambios en la forma de escribir y editar (tal vez un eufemismo de reescribir). Tal vez tengan dificultades para enlazar cadenas de sucesos cuyos eslabones, a veces cariados, a veces maquillados, podrán ramificar en interminables posibilidades de análisis. Y con ello vendrá su pregunta: estas personas de principios del siglo XXI ¿pensaban como escribían? ¿Qué clase de psicosis los aquejaba?
Esto, naturalmente, suponiendo que estos hijos futuros de lo que somos hoy, logren trascender este tipo de comportamiento y no hayan perecido antes en ese limbo perturbador que existe entre lo que escribimos y el tiempo que toleramos antes de reescribirlo.
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