El Señor de los Círculos Concéntricos, Episodio II
La primera entrega de esta modesta trilogía se focalizó en cómo escribimos. Fundamentalmente bajo la premisa de que nuestras formas de pensar, nuestra capacidad para estructurar y conceptualizar el mundo están predeterminadas por las formas que tienen nuestros lenguajes.
Esta segunda entrega, o segundo episodio si se me permite, intentará centrarse en la otra orilla de la escritura, en esa sombra hermanada y ligada en suerte y destino: la lectura. Entonces, ¿cómo leemos?
En un texto que Borges escribió en 1951, “Nota sobre (hacia) Bernard Shaw”, el autor dice lo siguiente: “Una literatura difiere de otra, ulterior o anterior, menos por el texto que por la manera de ser leída: si me fuera otorgado leer cualquier página actual como la leerán el año 2000 yo sabría cómo será la literatura del año 2000”.
Naturalmente el ejercicio que entonces hacía Borges no refería a tales fechas en particular, sino a una idea replicable en cualquier momento con cualquier instancia futura. Lo mismo podríamos pensar del concepto “literatura” como algo que abarcara al lenguaje escrito en su totalidad.
En esto intervienen contextos, que son los que finalmente moldean ese modo de leer y determinan cómo se lee lo que se lee. Estos cambios pueden verse desde una perspectiva semántica, donde el tiempo interviene en la resignificación de cualquier texto, pero también en la estricta aproximación que tenemos a ellos, que es el aspecto que posiblemente haya cambiado con mayor intensidad en la actualidad.
Con más ligereza que razón se dice que hoy “se lee menos”. De hecho los indicadores señalan que hay un incremento de lectura no solo relacionado al texto digital sino incluso también al impreso en papel. El Pew Research Center de los EE.UU. informa que las tres cuartas partes de los norteamericanos han leído al menos un libro en cualquier formato en los últimos doce meses. El Barómetro de Hábitos de Lectura y Compra de Libros en España de 2017 indicó que el 59,7% mayor de catorce años lee un 5% más que hace diez años. También muestra que la lectura de contenidos digitales en cualquier soporte aumenta desde un 58% en el año 2012 a un 76% en la actualidad.
Los cambios de soportes, los textos digitales y sus diversas ofertas, exigen un nuevo comportamiento y condiciones de lectura. En rigor, hasta existen estudios de trackeo del comportamiento del ojo donde se determinan patrones de una lectura no lineal, a diferencia de lo que ocurre con los textos impresos.
Momento autorreferencial incómodo + anécdota personal.
Siempre me consideré un lector promedio. Con esto quiero decir que siempre leí una cantidad no muy excesiva de libros ni tampoco una muy baja. Todas mis elecciones estuvieron siempre basadas en un previo interés y jamás tuve problema alguno en abandonarlos si no se concretaba el romance. Nunca había tenido el fetiche del libro impreso, de hecho aún suelo regalar la mayoría una vez que los leo. Pero sí tenía mis reservas respecto de los eReaders y sus variantes de libros electrónicos. Hasta que un día decidí comprar uno y probar. Lo que pasó a continuación fue algo completamente inesperado en mi conducta y hábito de lectura.
Comencé a leer en paralelo dos, tres o hasta cinto libros que intercambiaba según mi humor del momento. Algo que jamás me había sucedido con el libro físico, seguramente ganado por la pereza de tomar o cargar con otro ejemplar, y en contraste con la sencillez de tocar un par de veces la pantalla con mis dedos para cambiar de título.
Durante algunos meses, esos que describen la curva de intensidad de cualquier amor que nace, pensé que jamás podría volver al libro físico. Sin embargo, ocurrió todo lo contrario: una vez que un libro me atrapaba lo suficiente empecé a generar el deseo de tener en mis manos su versión física, especialmente si se trataba de bonitas ediciones.
Pero también (y volviendo al ejemplo de la primera entrega de esta trilogía) al igual que esos niños que encuentran las revistas impresas muy elementales y primitivas cuando intentan interactuar con sus dedos en ellas, me he visto a mí mismo frustrado por no poder remarcar virtualmente un pasaje de texto impreso, o agregarle una nota al mismo, sin arruinar el libro. O que me gane cierto fastidio por la evidente incapacidad del libro físico para calcular mi velocidad de lectura y estimar cuántas horas me restan hasta terminarlo.
En contrapartida confieso que ninguna utilidad electrónica me ha generado jamás el placer sensitivo del olor de un libro, o del tacto en ciertas ediciones de papel biblia.
Salgamos de la autorreferencia.
Los actuales hábitos de lectura están estrechamente vinculados a nuestras también actuales capacidades de atención. Algo en lo que buceamos en la edición 004 de esta newsletter como “Confesiones de un doble agente”. Por tanto, en un marco o entorno donde los estímulos se acumulan, y donde literalmente cientos o miles de textos asaltan nuestra atención diaria en forma de mensajería, feed de noticias o publicaciones de social media, resulta lógico un cambio en el modo de leer. Especialmente si lo comparamos con un mundo no muy alejado en el tiempo donde encontrarse con un texto era tropezar con una excepcional fuente de entretenimiento, una rara oportunidad de sumersión en el mundo de las ideas.
No mucho tiempo atrás existía cierto valor en ostentar un saber enciclopédico (aunque muchas veces esta ostentación se reducía a la mera posesión de una gran enciclopedia). Esto solía hablar de una persona con interés en conocer el mundo. Leer una entrada en la Enciclopedia Británica, por ejemplo, podía disparar al siguiente tema de interés como si operara en ello un trampolín hacia la adquisición de un nuevo conocimiento. Bien, esto no es otra cosa que el modo en que funciona el hipervínculo actual. Nadie podría hoy ostentar la conducta de haber ingresado una consulta a un motor de búsqueda y haber realizado tres o cuatro lecturas encadenadas desde ahí. Nadie podría ostentar semejante conducta porque, sencillamente, lo hacemos todo el tiempo.
Leemos todo el tiempo. Interactuamos con nuestros vínculos en gran medida porque los leemos y nos leen. Incluso lo que antes se resolvía con una breve interacción personal, como consultar una dirección en la calle, hoy se resuelve leyendo (o escuchando la lectura asistida de un texto).
Cualquiera que despegue su vista de la pantalla de su teléfono móvil, tablet, revista o libro físico verá a su alrededor cómo el resto de las personas están sumidas en un mundo propio de atención a estos mismos dispositivos. Y, si bien muchas pueden estar prestando atención a un contenido audiovisual, la inmensa mayoría de ellas no están haciendo otra cosa que leer.
Breve digresión ligeramente existencialista.
Hablemos de la “cultura del scroll”. Hay algo ahí ¿no? Quiero decir en el tránsito de información, ese que va desde el dedo corriendo un texto en la pantalla al cerebro interpretando lo que aparece y desaparece en el rango visual. Tal vez una involuntaria metáfora del tiempo, de su transitoriedad, su naturaleza efímera. Una sensación de que aquello que salió de los márgenes de nuestra vista tal vez se haya perdido ya para siempre en el olvido, aún teniendo a nuestro alcance la posibilidad de hacerlo volver a nosotros, de ofrecerle una segunda vida y oportunidad. Una vaga noción de que aquello que llega viene, entre otras cosas, a sepultar lo pasado.
Back to business.
Tenemos una idea bastante clara y consensuada de cómo leemos en términos generales. Leemos mucho, muchísimo. Seguimos leyendo como lo hacíamos en el pasado, y tal vez más en ese mismo registro, pero ahora las mayorías las constituyen nuevos hábitos. El tiempo invertido actualmente en la lectura está mayormente constituido por una sumatoria de breves incursiones, e inclinados, además, a cambiar el foco de nuestra atención en cualquier momento y muy fácilmente.
Nuestro actual hábito de lectura no parece muy diferente al que tienen los perros cuando son estimulados por diversos olores, abandonando un estímulo para perseguir con entusiasmo uno nuevo ni bien es capaz de percibirlo. Nada que ya no hiciéramos antes cuando dejamos un libro por la mitad, es cierto. Pero tal vez valga preguntarse si el acto de leer no ha pasado de ser una actividad en la que nos alimentábamos de información, que luego procesábamos, a una conducta de ingesta bulímica. Un comportamiento cuyos tiempos de proceso se han reducido tan notablemente que la necesidad de alimentos ultraprocesados termina por asomarse como un requisito natural.
Volvamos a la cita.
Dejemos a Borges en paz y llamemos a un jurista aficionado a la gastronomía. Concretamente a Jean Anthelme Brillat-Savarin, francés y autor del tratado sobre gastronomía “Physiologie du Gout, ou méditations de gastronomie transcendante” (Fisiología del Gusto, o meditaciones de gastronomía trascendente) publicado en 1825. En él se da la que posiblemente sea la primera referencia literal a aquello de “Dime lo que comes y te diré lo que eres”.
Algunos años después vendría también el filósofo y antropólogo aleman Ludwig Feuerbach con su “somos lo que comemos”.
Muy bien, si aceptamos entonces que aquello que nos nutre termina de algún modo por constituirnos, de pronto podemos hacernos hoy algunas preguntas que generaciones y generaciones también se han hecho antes que nosotros: ¿de qué queremos ir haciéndonos? O mejor aún, ¿qué queremos ser?
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